Llegó el lunes de la «Semana Santa» y nosotros, según la costrumbre, fuimos llevados a Ica por mi madre.Nos alojamos en casa de la abuelita.En tren había llegado de nochey después de cenar nos acostamos.
Jamás olvidaré el amanecer de aquel «lunes santo».Al abrir los ojos, en el etsrecho cuarto, vi, iluminado la extención, sobre una vieja puerta cerrada, por cuyas rendijas la luz de la mañana entraba a chorros, una ventana de barrotes de madera tallados, entre los cuales jugeteaba el extendido brazo de una vid alegre, fresca e inquieta.Un vocerío de gorriones poblaba el jardín cercano, y bibraban las voces familiares, y el mugir de la vacas y el sonar de los baldes y cacharros. . . .
– ¡Niño, niño, vamos a tomar la leche cruda! . . .
Y uno traía unas uvas pintas, y otro, en el regaso, mangos, y otrro rosquitas mantecadas.¡Qué olor de monturas, de menestres de trabajo! ¡Qué ropas tan buenas las de aquella cama tibia y amorosa! ¡Que mañana tan hermosa donde todo era tan bueno, dulce y tranquilo! Vestidos de prisa, salimos todos.
Al fondo, ya en el corral, un floripondio con sus invertidas anaforas, perfumaba; y junto al pozo de enladrillado broquel, sobre el guano oliente y blando, atada por una pata, la vaca, enorme y panzuda, de grandes ubres henchidas, se dejaba ordeñar tranquila.El blanco chorro, caía al compás de la mano experta de un mocetón de un balde de zinc produciendo un ruido característico y levantando espuma.Y un vapor de cosa caliente, de leche pura salía del balde y acariciaba la ubre, como una nube de incienso.Me ofrecieron un jarro, harto de espuma.¡Oh, el exquisito beber la dulce leche con calor de madre, con sabor de cosa sublime!
Después la abuelita nos llevó al jardín, al pequeño jardín obra de sus manos sormentosas.Sobre restos de botijas que antes sirvieran para guardar el agu y las lejías y los ponches de agraz de navidad, ella había puetso tierra nueva e improvisado macetas.Tenía allí violetas, la flor más rara de la aldea; ñorbos, que sobre el enrejado de cañas nacían, crecían y morían; raquíticos y elegantes chirimoyos de perfumadas hojas; aristocráticos mangos, de finos tallos infantiles y transparentes; y paltos verdes, que conservaban aún la roja, enorme semilla, pegada al tronco incipiente; y albahacas verdes, coposas y enanas; y , ya l9iberado del tiesto, en plena tierra, en un rincón, un jazminillo de la India . . . Tantas cosas, tan bellas que están muertas como la buena abuelita.
Abraham Valdelomar
De»Yerba Santa»