En las llanuras del valle de Yucay, un joven pastor cuidaba un rebaño de llamas blancas. Eran animales sagrados. Los incas los elegían para sacrificarlos en el templo del Sol. El pastor era un joven gallardo y hermoso. Tocaba la flauta y sabía componer dulces melodías. Un día mientras estaba ensayando una de sus melodías, oyó una voz:
—Buenos días, pastor. Tu melodía es bellísima.
El pastor se volvió y vio a dos jovencitas que lo miraban sonriendo. Algo que había en ellas le dijo al corazón del joven que no se trataba de seres comunes. Se quedó un instante como atontado; cayó de rodillas y esperó, ansioso.
—No temas, pastor —dijo la joven mayor—, solo queremos escuchar tu música.
Se sentaron sobre la hierba y quedaron conmovidas al oír las notas que el pastor sacaba de su instrumento. La menor de las jóvenes miraba con insistencia una placa de plata que el joven llevaba en la frente, ceñida por una ancha cinta.
Al finalizar el improvisado concierto, el pastor se quitó el adorno que llamaba la atención de la jovencita y se lo ofreció. Ella lo tomó y lo miró. Era una joya de plata en forma de media luna, en cuyo centro había dos figuritas.
—No puedo aceptarlo —dijo ella, devolviéndosela—. Nosotras somos hijas del Sol. Nos está prohibido adornarnos con joyas. Tu regalo sería secuestrado por la guardia.
El pastor tomó la joya y se quedó un largo rato mirando cómo se alejaban las dos jóvenes. Luego, con una honda tristeza, volvió hacia su rebaño y emprendió el regreso a su choza. También la princesa se quedó triste. En cuanto llegó al palacio, se acostó. Después de pensar en el encuentro de la tarde, se durmió y tuvo un extraño sueño. Le pareció ver un ave que cantaba dulces melodías. Cuando el ave terminó de cantar, se le acercó y le dijo:
—No estés triste, princesita, todo se arreglará. ¿Qué es lo que te entristece?
La princesa narró el encuentro con el pastor y mencionó el regalo que él le había ofrecido.
—¡Levántate! —dijo entonces la avecilla en tono de orden—. Ve a sentarte entre las cuatro fuentes que están en el centro del palacio y entona las melodías del pastor. Si las aguas murmuradoras las repiten, quizá puedas ver a ese joven.
Al despertarse, la joven pensó en el extraño sueño y decidió seguir la indicación del ave. Se dirigió con paso silencioso hasta el gran salón, en cuyo centro había cuatro fuentes de las cuales manaban chorros de agua cristalina. Se sentó entre las cuatro fontanas y entonó la canción del pastor.
Cuando terminó, de las fuentes se elevó un sonido. Las aguas al correr repetían alegremente las notas recién entonadas. Lágrimas de júbilo bañaron las mejillas de la joven. Las aguas de las cuatro fuentes eran favorables a sus sentimientos amorosos.
Entretanto, el pastor había vuelto a su cabaña con la melancolía pintada en el rostro. Su corazón había quedado turbado por la belleza de la jovencita, pero bien sabía él que era inútil esperar ser amado por una hija del Sol. Sin embargo, siguió evocando a la doncella y la conversación sostenida con ella. Absorto en estos pensamientos, el joven empezó a componer una melodía tan triste que sus propios ojos se llenaron de lágrimas.
En el valle, en la pequeña aldea de Laris, vivía la madre del pastor, una anciana muy experta en el arte de la magia. A través de la distancia, ella sintió la pena que atribulaba a su hijo e inmediatamente viajó a verlo. A eso de la medianoche, llegó a la cabaña de su hijo.
—¡Madre! —exclamó este al verla—. He encontrado a una hija del Sol; si no puedo amarla, prefiero morir.
—No te desanimes, hijo. Trataré de ayudarte.
Y dicho y hecho: inmediatamente se puso a hervir un manojo de hierbas. En cierto momento levantó la cabeza y miró hacia fuera. Dos jovencitas se dirigían hacia la cabaña. Se acercó a su hijo y le susurró al oído:
—Escucha. Tu princesita se dirige hacia aquí acompañada de su hermana. Si quieres tener éxito, déjame obrar libremente. Ten confianza en mí.
El joven obedeció y se escondió detrás de una cortina. La anciana volvió a su tarea de revolver la marmita en que hervían las hierbas. Entretanto, las dos princesas llegaron a la choza.
—¿Vives sola aquí? —preguntó la princesa a la anciana, y esta respondió:
—Sí, querida.
Cuando la joven vio una capa de bordados multicolores, exclamó:
—¡Qué hermosa capa! ¿De quién es?
—Es una capa que uno de mis antepasados recibió de una divinidad de los montes. Si quieres te la regalo.
—¡Gracias, muchas gracias! —respondió la joven tomando la capa.
Al cabo de un rato las dos hermanas se despidieron y volvieron al palacio. Los guardianes no secuestraron el precioso regalo porque no era una joya.
Cuando la princesita se retiró a su cuarto, extendió la capa sobre el piso y se echó a llorar sobre ella. Pensaba siempre en el pastor y en aquel amor imposible. Cuando se durmió, le pareció que una voz la llamaba dulcemente. Vio a su lado al pastorcillo y le preguntó:
—¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Me has traído tú misma. Mi madre me transformó en la capa que te regaló. Era la única manera de entrar al palacio.
—Y ahora, ¿cómo haré para esconderte?
—No hay necesidad de que me escondas aquí. Salgamos y vayamos a las montañas. Nos esconderemos tan bien que nadie podrá encontrarnos. La princesita, que se había despertado, no pudo distinguir entre el sueño y la realidad. Aceptó la propuesta del joven y ambos anduvieron sin parar durante la noche. Llegaron a un valle umbroso donde no llegaba el Sol y se construyeron una cabaña.
Vivieron felices durante mucho tiempo. Se cuidaban de los rayos del Sol. Para ello no se alejaban nunca de la hondonada en que habían construido la choza. Una noche en que la joven escaló la ladera de la montaña para recoger algunas hierbas y raíces de la cumbre, fue acompañada por el pastor. Ambos estaban ocupados en la recolección y no advirtieron que la aurora estaba próxima.
El primer rayo del Sol iluminó la cima de aquel monte y los dos jóvenes fueron detenidos en el mismo instante, petrificados sobre la cumbre, y se quedaron allí para toda la eternidad. Aún hoy es posible contemplar la pareja de enamorados que, tomados de la mano, parecen dos figuras talladas en piedra.